Tu clamor llega a mí, pequeño ser, desde todos los
confines del mundo.
Apenas sin forma, sin nombre, sin uñas en las manos
ni en los pies, arropada tu luz en ese cobijo de carne cálida que te alberga.
Sin heridas aún, sin triunfos ni glorias, custodiado por la frágil fortaleza de
un cuerpo.
Cómo se adivina tu alma chapotear en ese agua
primera donde caben todos los sueños…
Pensado por Dios desde el principio del mundo, tú,
tan diminuto y capaz de levantar a tu alrededor tan grandes revuelos.
Reclamamos un espacio, donde a las madres les dejen
detenerse a pensar la palabra MADRE. Un espacio protegido de todas las
advertencias, buenos consejos y miedos.
Reclamamos un espacio donde los padres puedan llorar
y reír y preocuparse.
Un espacio donde el tiempo, detenido, permita apreciar el milagro: que uno más uno, ya no
son dos, sino tres, y que este don sublime de la vida pasa por nuestras torpes
manos…
No sólo reclamamos la voz de los que no la tienen,
el llanto del no nacido. Su derecho a comer naranjas, a sentir el frio del
invierno, a oler a mar o a campiña, su derecho a reír y a estar triste y a
descubrir a Dios en su vida. No sólo reclamamos el derecho de un hijo a ser
amado. También reclamamos el derecho de los abuelos a tener nietos y de los
niños a tener hermanos.
Como esas gigantescas sequoyas centenarias, cada
vida se prolonga en multitud de ramificaciones que si se dejan crecer dan
sombra en los parques y albergan cientos de pájaros.
Reclamamos el derecho de los adolescentes y jóvenes
a recibir una educación afectiva que contemple con respeto la dignidad y el
misterio de la vida, para que en un futuro puedan engendrar familias que sean
luz y sal, llenas de Cristo.
Reclamamos el derecho de una madre a sentirse
acogida y amparada en momentos difíciles. A que no se le ofrezcan soluciones
engañosas a sus problemas. A que se le ofrezcan leche y pañales, un trabajo
digno, un brazo en el que apoyarse, un hogar… en lugar de la separación y la violencia
que suponen el aborto: engañosa liberación, engañosa salida.
Reclamamos el derecho de una madre y de un padre a
saber las consecuencias de no traer a
este mundo a un hijo vivo. Tres menos uno no son dos, ni siquiera uno, sino un
hueco que queda donde debió existir una historia de amor. Un hueco por donde se
irá la alegría en medio del bullicio, por donde se irán inexplicablemente todos
los sueños. Oculto a la mirada del mundo, incomprensiblemente negro…
Reclamamos el derecho de la mujer que por sus
circunstancias no se siente preparada para ser madre, a ser un barco que deje su preciosa carga a
salvo, en tierra firme, en un puerto
adecuado que lo acoja con amor, para que no se pierda en alta mar. Será un
tesoro precioso que habrá dejado a buen recaudo en otras manos, que puedan
ofrecerle un hogar. Ella no lo verá crecer, pero será su tesoro en otros
brazos, regalo para toda una eternidad.
Ningún progreso es factible si no se garantiza el
derecho de una madre a dar a luz a un hijo vivo. La naturaleza humana que inexplicablemente se
realiza en la donación, no encuentra su sentido, su plenitud, en otras orillas.
Reclamamos, por último, el derecho del hijo a
encontrarse con sus padres en el momento en que el milagro de la concepción
ocurre, su derecho a ser deseado, a ser amado. Y también su derecho a poder ser
y a poder amar.
Reclamamos todo esto porque nos urge la vida, porque somos cristianos y católicos y
porque somos humanos. Y en nuestra
contradictoria, esperanzada y frágil
humanidad, hecha nueva como todas las cosas, por Cristo, habita, poderoso,
tejido en carne por la Gracia… lo divino.
María, Madre de la Vida. Ruega por nosotros.