miércoles, 16 de abril de 2014

TESTIMONIO EJERCICIO ESPIRITUALES – JOSÉ ANTONIO ALCARAZ

MEDITACIÓN CONTEMPLATIVA:
“LA HEMORROISA Y LA HIJA DE JAIRO” (Mc 5, 21-43)
 EJERCICIOS ESPIRITUALES, marzo 2014
(CASA DE LA ESPIRITUALIDAD VIRGEN DE REGLA)



            Presencié aquellos hechos desde el momento en que Jesús regresa de Gerasa.

Algunos del pueblo lo ven volver en la barca junto a sus elegidos. Los discípulos que quedaron en tierra esperan expectantes. Poco a poco el gentío va creciendo; unos avisan a otros: ¡Jesús vuelve!, ¡ahí está Jesús!, ¡venid a ver a Jesús!
En cuanto toma tierra los discípulos preguntan a los que lo acompañaron que, todavía estupefactos, no aciertan a comprender y explicar lo que habían presenciado.
Jesús está solo y se mantiene solo. Abstraído en su pensamiento, como lamentándose de la dureza del corazón de los hombres y del poco tiempo que le queda para su tarea.  Quiere ayudarnos a cada uno de nosotros y acudir a quien lo llama de corazón. Pero no todos lo llaman así.

De pronto, el gentío se va apartando dejando paso a una figura conocida por todos,  que, con la mirada errante y el dolor en su caminar, se dirige hacia Jesús.
Me sorprendo cuando al pasar por mi lado le reconozco: es Jairo, el jefe de la Sinagoga. Es un hombre sabio, justo y bueno. No dudó en ayudarnos cuando mi familia lo necesitó. Vivimos cerca de su casa. Conozco a su mujer y a su hija, Jezabel. Me gustaba verla jugar y reír. Pero está muy enferma,… ¿estará peor?
De repente, tras dos personas que le dejan paso, veo a Jesús. Está de espaldas, ajeno a lo que ocurre, ensimismado en sus pensamientos.
Jairo va hacia Él y al llegar a su altura,… pero ¿qué hace?; Jesús se ha girado como notando su presencia; ¡Jairo se ha postrado a sus pies!

Qué hermoso es su rostro. Cuánta majestad hay en Él. Su mirada se anticipa a sus palabras, parece conocer lo que le ocurre. Por un instante, Jesús ha levantado los ojos y se ha detenido en los míos. Ha sido un instante pero me he sentido traspasado. He sentido que me conoce completamente. ¡Y he conocido su simpatía por mí!

El silencio es total. Todos están sorprendidos por lo que ven: ¡un jefe judío postrado ante los pies de Jesús! Se oye la voz de un padre que está lleno de dolor por la inminente muerte de su hija y que acude a Jesús como la última posibilidad de que se salve. En su corazón anida ya la íntima esperanza de que sean ciertos los prodigios que se cuentan de Él. ¿Y si fuera todo verdad?
Jesús acepta ir con él. La noticia corre entre los del pueblo: ¡Jesús va a curar a la hija de Jairo! Un revuelo de personas va con ellos; casi no les dejan avanzar. Todos intentan tocarle. Me empujan y lucho por no separarme de ellos.

De repente, todos se paran. Tropiezo, caigo al suelo y ¡me quedo a sus pies!. El temor a ofenderle me paraliza. Está quieto, erguido, mirando hacia el gentío, como buscando…

«¿¡Quién me ha tocado!?”»

Todos se extrañan. Pero, si una multitud lo aplasta, empuja y aprieta. ¿Por qué hace esa pregunta? Hasta sus discípulos predilectos se extrañan y le hablan en un tono que no me gusta. Le recriminan. Pero Él insiste:

« ¿Quién me ha tocado? He notado una fuerza que salía de mí cuando alguien tocó mi túnica»

Solo le importaba esa persona. De repente, ninguno de los que estamos allí, legión de almas de toda condición, contamos para Él. Buscaba a “una” persona. La buscaba con una mirada de amor preocupado, de padre al que se le extravía de vista su hija pequeña. Mirada deseosa de descubrir quien ha tenido ese acto de confianza en Él. De querer seguir ayudándola.
De repente, desde el suelo, donde nadie buscaba, se oye la voz temblorosa de una mujer. La conozco. La había visto varias veces por el pueblo, siempre apartada de todos. Me sorprende un recuerdo, hará año o año y medio, mientras jugaba con mis hermanos y otros niños ví a una mujer desarrapada que al pasar tropezó y cayó al suelo. Llevaba un cesto con trozos de pan. Sin pensarlo fui corriendo a ayudarla a recoger su alimento, que guardaba con ansiedad. Al verme comprendió mi intención, su mirada cambió. Sacando del cesto un trozo de queso, su bien más preciado, me lo ofreció. Parecía que quería recompensarme por lo que había hecho por ella. Parecía tan sola, tan abandonada.
Me quedé sorprendido de su ofrecimiento y comprendía que si lo aceptaba la haría más feliz, pero al tender mi mano noté como me alzaban del suelo y me alejaban de ella. Era mi madre que me reprendía por haberme acercado a esa mujer. “Es una mujer impura, repudiada”, me dijo. No entendía nada. Enseguida volví a mis juegos y, hasta ahora, no había recordado ese momento. Entre los niños estaba la hija de Jairo. La recuerdo con sus ojos muy abiertos, compasivos.

Explica a Jesús lo que había ocurrido: «le habla de su enfermedad; de su ruina; de cómo al enterarse  que Él estaba en el pueblo sintió un deseo irrefrenable y una certeza de que si, al menos, le tocaba curaría su enfermedad. Aprovechando el tumulto a su paso pudo acercársele pero sólo fue en un último instante, cuando ya pasaba de largo, que llena de angustia y temor por no alcanzarle, su mano rozó su túnica. Sólo un segundo más duró su desesperación. Inmediatamente una maravillosa fuerza entró en su cuerpo y notó como cicatrizaban sus heridas internas, cerraba todos sus flujos y su cuerpo sanaba. Sollozaba de alegría y agradecimiento cuando inesperadamente todos se pararon y, desde detrás del gentío, oí una maravillosa voz que preguntaba por mí. Supe en al instante que me buscabas a mí»

Todos oímos su relato con asombro y emoción. Me mantengo en el suelo, inmóvil, como queriendo pasar desapercibido, a la izquierda de Jesús y entre los dos. Ella, sin levantarse del suelo, se le acercó mientras hablaba hasta llegar a escasos metros y mantenerse allí postrada ante Él. Al volver mi mirada a Jesús me sobrecoge su aspecto y majestad  visto desde el suelo. El Sol, detrás de sus cabellos, me ciega con sus rayos. Nunca he contemplado luz igual.

Con una mirada llena de amor y una mezcla de satisfacción y compasión anuncia: « Levántate mujer, tu fe te ha salvado »

Jairo contempla toda la escena sobrecogido. Por un instante la grandeza de lo ocurrido le hace olvidar su desesperación.
En ese mismo instante llegan familiares en su busca. Su gesto, sombrío y seco, provoca un escalofrío que me sacude la espalda. Ajenos al prodigio que acaba de ocurrir, con gesto hiriente increpan al Maestro.
Creo que la niña ha muerto. Jairo se derrumba. Pero no les oigo, sólo tengo oídos para Jesús. Sus palabras lo llenan todo.

Con calma y seguridad  se vuelve hacia Jairo que solloza abatido, derrumbado. Gateando le sigo hasta levantarme. Soy como un perro que instintivamente sigue a su amo.

« No temas, basta que tengas fe »

Esta frase resonó en mi interior como si mi cuerpo fuera una cueva en la que un sonido inesperado hace retumbar todas las paredes.
De nuevo siento que en este instante sólo están Jesús y Jairo. Los demás no contamos para ambos.
Jesús posa su mano en el hombro derrumbado y, al instante, con una decisión inesperada Jairo le conduce hacia su casa. Sus parientes, con rabia en sus rostros, contemplan lo ocurrido desconfiados, impotentes.

Mientras se dirigen a la casa nadie se arremolina a su lado. Todos los observan como paralizados. Sólo tres de sus seguidores, elegidos por Él, y yo permanecemos detrás de ellos. No hemos llegado a la casa y ya se oyen los gritos y llantos de los familiares de Jezabel.
Con mayor decisión Jesús avanza los últimos pasos que le separan del umbral. Corro para seguir cerca suya. Alcanzo a oírle, afirma en voz alta a todos los presentes:

« La niña no está muerta, está dormida»

Con mirada de hartazgo se vuelven hacia Él, con la desilusión del que se queda esperando una buena noticia que nunca llega. En los gestos de algunos se leen sus pensamientos: echemos a este loco de la casa; no respeta ni la muerte de una niña, ni el dolor lacerante de sus padres.
Antes de que actúen, es Jesús quien toma la iniciativa y les ordena:

« Salid de esta casa»
Por miedo a la reacción de los familiares me separo de Jesús, esperando la respuesta furiosa de los heridos por el dolor. Pero su firmeza y convencimiento es tal que, sin decir nada, lentamente, la abandonan uno tras uno.
Mientras, siento pánico a ser descubierto y avanzo por la casa en sentido contrario a los que se marchan. “Al fondo hay una habitación en la que podré esconderme”
Entro en ella y siento un frío gélido que me paraliza. Sólo una vez sentí algo igual. Me traslado a un recuerdo olvidado en mi memoria. Soy un niño pequeño y estoy como escondido tras mi madre, contemplando un cuerpo inerte tumbado en un lecho. El rostro de la mujer me inspira temor y ternura al mismo tiempo. El mismo frío, la misma oscuridad.
Estoy en la habitación de Jezabel. Me parece muy pequeña, no se si por la oscuridad. De paredes rectas y con dos pequeños ventanucos con las puertas cerradas que no permiten que pase la vida de afuera. Una tenue luz ilumina el rostro inmóvil, pálido, sin alma, de la niña que tantas veces vi reír. Casi no la reconozco.
Oigo pasos que se acercan. No hay donde esconderse. Sólo un camastro y huecos horadados en los muros; ya ha comenzado el luto y se ha desnudado la habitación. Me quedé inmóvil, encogido junto a la pared, justo enfrente de Jezabel. Sólo la oscuridad de la habitación me resguarda.

Jesús entra el primero, seguido de Jairo y su mujer. Los tres discípulos casi no se atreven a pasar dentro. Permanecen a mi lado pero no me ven. Parece que no quieren ultrajar algo sagrado. Jesús se coloca a la izquierda de la niña; sus padres a la derecha, la madre apenas es capaz de levantar la mirada. Se ahoga en un llanto reprimido.
Al entrar Jesús la habitación ha dejado de estar dominada por la oscuridad. Una cálida y suave luz la ilumina. Intuitivamente observo las ventanas y,… no puede ser, las puertas siguen cerradas. Busco con la mirada quién de los que le han seguido porta una luminaria. No la encuentro.
Todos están como paralizados esperando algo de Jesús que, de pie, observa a Jezabel. Nadie ha reparado en mí. O sí… Una certeza se apodera de mi pensamiento; Jesús sí lo sabe; pero no siento miedo, sino gran paz. Él quiere que esté aquí, que presencie lo que sólo Él sabe que va a ocurrir, porque quiere que mi vida cambie a partir de este día. Es una paz inexplicable. Nadie me la hubiese podido hacer comprender con palabras. No existen letras suficientes que la abarquen.
Me siento querido, protegido por Él. Siento que me quiere y que siempre me ha querido. “¿Desde antes que naciera?”
Dicen que eres un profeta. Otros, los más atrevidos que eres el Mesías que tantos siglos llevamos esperando; nuestro libertador de la opresión de cualquier otro pueblo. Pero me haces comprender que no es así. No vienes a enfrentarte con ninguna nación sino a amarnos a todos y a cada uno de nosotros y a que todos te amemos con un amor que nunca antes de tí había conocido el hombre.

Con un gesto suave, firme y delicado, maternal y paternal a la vez, tomándola de la mano le dices dos palabras: «Talitha qumi» («Mi pequeña, a ti te hablo, levántate»)
Tu voz suena diferente. No parece proceder de ti. Tiene la fuerza y la dulzura de millones de ángeles reunidos en una poderosa brisa.
Jezabel obedece de una manera precisa, sin la más mínima duda y con total naturalidad, con la docilidad con que una hija obedece a su madre cuando ésta le pide que le cepille el cabello, ese momento que tanto ansiaba. Si me hubieras pedido a mí que volara, sin duda volaría. Nada se puede oponer al poder de tu palabra.
“Mi primera clase de la Torah” Estaba ansioso por acudir. Mis padres estaban orgullosos de que me hubiesen elegido para entrar en la escuela. Ya soñaban con verme como sacerdote.
«Dijo Dios:», «Exista la luz», «Llamó Dios», «E hizo», «Y así fue», «Cielo», «Tierra», «Mar.»
En mi interior nunca lo entendí. Ahora sí. Ahora sí.

En la habitación, iluminada ahora por luces nunca vistas, todos estábamos ensimismados. No atendíamos ni a Jezabel, que andaba tranquilamente, contemplándolo todo.
No se cuánto tiempo ha pasado.
Ella se acerca a mí y con una dulzura celestial toma mis manos y me ayuda a levantarme. Comprendo. He de marcharme.

A mi espalda oigo a Jesús que habla con todos. Les insiste en que no cuenten a nadie lo que han visto y conocido. Con cariño, bromea con los padres: «Dad de comed a la niña»

Ahora sí lo entiendo. Ahora sí te conozco.

Un último pensamiento, de nuevo tu palabra, ahora sólo a mí: «ÁMAME»

“Sí, Señor “
“Lo contaré”

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GRACIAS SEÑOR.


TE AMARÉ.