«En ti está la fuente
viva» (Sal 36, 10).
[...] Esta Palabra de la Escritura nos dice algo tan importante y
vital, que es un instrumento de reconciliación y de comunión.
Ante todo nos dice que una sola es la fuente de la vida: Dios. De Él,
de su amor creativo, nació el universo y se convirtió en la casa del hombre.
Él nos da la vida con todos sus dones. El salmista, que conoce las
asperezas y la aridez del desierto y sabe lo que supone una fuente de agua con
la vida que florece a su alrededor, no podía encontrar una imagen más bella
para cantar a la creación, que nace como un río del seno de Dios.
Y entonces brota del corazón un himno de alabanza y gratitud. Este es
el primer paso necesario, la primera enseñanza que podemos extraer de las
palabras del salmo: alabar y dar gracias a Dios por su obra, por las maravillas
del cosmos y por ese hombre que vive y que es su gloria y la única criatura
capaz de decirle:
«En ti está la fuente viva».
Pero al amor del Padre no le bastó con pronunciar la Palabra con la
que todo fue creado. Quiso que su misma Palabra asumiese nuestra carne. Dios,
el único Dios verdadero, se hizo hombre en Jesús y trajo a la tierra la fuente
de la vida.
La fuente de todo bien, de todo ser y de toda felicidad vino a
establecerse entre nosotros para que la tuviésemos, por decirlo así, al alcance
de la mano. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,
10). Él ha llenado de sí mismo todo tiempo y espacio de nuestra existencia. Y
ha querido permanecer con nosotros para siempre, de modo que podamos
reconocerlo y amarlo bajo las apariencias más variadas.
A veces nos da por pensar: «¡Qué estupendo sería vivir en tiempos de
Jesús!». Pues bien, su amor inventó un modo de permanecer no en un rinconcito
de Palestina, sino en todos los puntos de la tierra: Él se hace presente en la
Eucaristía, tal como prometió. Y allí podemos acudir para nutrimos y renovar
nuestra vida.
«En ti está la fuente viva».
Otra fuente de la que podemos obtener el agua viva de la presencia de
Dios es el hermano, la hermana. Cada prójimo, en especial el necesitado que
pasa a nuestro lado, si lo amamos, no lo podemos considerar un beneficiario,
sino un benefactor, porque nos da a Dios. En efecto, amando a Jesús en él -«Tuve
hambre..., tuve sed..., fui forastero..., estuve en la cárcel...» (cf. Mt 25,
31-40)-, recibimos a cambio su amor, su vida, pues Él mismo, presente en
nuestros hermanos y hermanas, es su fuente.
También es un manantial rico de agua la presencia de Dios dentro de
nosotros. Él siempre nos habla, y está en nuestra mano escuchar su voz, que es
la voz de la conciencia. Cuanto más nos esforcemos en amar a Dios y al prójimo,
más fuerte se hará su voz en nosotros y aventajará a todas las demás. Pero hay
un momento privilegiado en que, como nunca, podemos acudir a su presencia
dentro de nosotros: cuando rezamos y procuramos ahondar en la relación directa
con Él, que habita en lo profundo de nuestra alma. Es como un torrente de agua
profunda que no se seca nunca, que está siempre a nuestra disposición y que
puede saciamos en todo momento. Bastará con cerrar un instante los postigos del
alma y recogernos para encontrar esta fuente, incluso en medio del desierto más
árido. Hasta alcanzar esa unión con Él en la cual sintamos que ya no estamos
solos, sino que somos dos: Él en mí y yo en Él. Y sin embargo somos uno -por un
don suyo- como el agua y la fuente, como la flor y su semilla.
[...] La Palabra del salmo nos recuerda, pues, que solo Dios es la
fuente de la vida, es decir, de la comunión plena, de la paz y de la alegría.
Cuanto más bebamos de esa fuente, cuanto más vivamos de esa agua viva que es su
Palabra, más nos acercaremos unos a otros y viviremos como hermanos y hermanas.
Entonces se hará realidad, como sigue diciendo el salmo, que «tu luz nos hace
ver la luz», esa luz que la humanidad espera.
Chiara Lubich