MEDITACIÓN
CONTEMPLATIVA:
“LA
HEMORROISA Y LA HIJA DE JAIRO” (Mc 5, 21-43)
EJERCICIOS ESPIRITUALES, marzo 2014
(CASA DE LA
ESPIRITUALIDAD VIRGEN DE REGLA)
Presencié aquellos hechos desde el momento en que Jesús
regresa de Gerasa.
Algunos del pueblo lo ven volver en
la barca junto a sus elegidos. Los discípulos que quedaron en tierra esperan
expectantes. Poco a poco el gentío va creciendo; unos avisan a otros: ¡Jesús
vuelve!, ¡ahí está Jesús!, ¡venid a ver a Jesús!
En cuanto toma tierra los discípulos
preguntan a los que lo acompañaron que, todavía estupefactos, no aciertan a
comprender y explicar lo que habían presenciado.
Jesús está solo y se mantiene solo.
Abstraído en su pensamiento, como lamentándose de la dureza del corazón de los
hombres y del poco tiempo que le queda para su tarea. Quiere ayudarnos a cada uno de nosotros y
acudir a quien lo llama de corazón. Pero no todos lo llaman así.
De pronto, el gentío se va apartando
dejando paso a una figura conocida por todos,
que, con la mirada errante y el dolor en su caminar, se dirige hacia
Jesús.
Me sorprendo cuando al pasar por mi
lado le reconozco: es Jairo, el jefe de la Sinagoga. Es un hombre sabio, justo
y bueno. No dudó en ayudarnos cuando mi familia lo necesitó. Vivimos cerca de
su casa. Conozco a su mujer y a su hija, Jezabel. Me gustaba verla jugar y
reír. Pero está muy enferma,… ¿estará peor?
De repente, tras dos personas que le
dejan paso, veo a Jesús. Está de espaldas, ajeno a lo que ocurre, ensimismado
en sus pensamientos.
Jairo va hacia Él y al llegar a su
altura,… pero ¿qué hace?; Jesús se ha girado como notando su presencia; ¡Jairo
se ha postrado a sus pies!
Qué hermoso es su rostro. Cuánta
majestad hay en Él. Su mirada se anticipa a sus palabras, parece conocer lo que
le ocurre. Por un instante, Jesús ha levantado los ojos y se ha detenido en los
míos. Ha sido un instante pero me he sentido traspasado. He sentido que me
conoce completamente. ¡Y he conocido su simpatía por mí!
El silencio es total. Todos están
sorprendidos por lo que ven: ¡un jefe judío postrado ante los pies de Jesús! Se
oye la voz de un padre que está lleno de dolor por la inminente muerte de su
hija y que acude a Jesús como la última posibilidad de que se salve. En su
corazón anida ya la íntima esperanza de que sean ciertos los prodigios que se
cuentan de Él. ¿Y si fuera todo verdad?
Jesús acepta ir con él. La noticia
corre entre los del pueblo: ¡Jesús va a curar a la hija de Jairo! Un revuelo de
personas va con ellos; casi no les dejan avanzar. Todos intentan tocarle. Me
empujan y lucho por no separarme de ellos.
De repente, todos se paran.
Tropiezo, caigo al suelo y ¡me quedo a sus pies!. El temor a ofenderle me
paraliza. Está quieto, erguido, mirando hacia el gentío, como buscando…
«¿¡Quién
me ha tocado!?”»
Todos se extrañan. Pero, si una
multitud lo aplasta, empuja y aprieta. ¿Por qué hace esa pregunta? Hasta sus
discípulos predilectos se extrañan y le hablan en un tono que no me gusta. Le
recriminan. Pero Él insiste:
«
¿Quién me ha tocado? He notado una fuerza que salía de mí cuando alguien tocó
mi túnica»
Solo le importaba esa persona. De
repente, ninguno de los que estamos allí, legión de almas de toda condición,
contamos para Él. Buscaba a “una” persona. La buscaba con una mirada de amor
preocupado, de padre al que se le extravía de vista su hija pequeña. Mirada
deseosa de descubrir quien ha tenido ese acto de confianza en Él. De querer
seguir ayudándola.
De repente, desde el suelo, donde
nadie buscaba, se oye la voz temblorosa de una mujer. La conozco. La había
visto varias veces por el pueblo, siempre apartada de todos. Me sorprende un
recuerdo, hará año o año y medio, mientras jugaba con mis hermanos y otros
niños ví a una mujer desarrapada que al pasar tropezó y cayó al suelo. Llevaba
un cesto con trozos de pan. Sin pensarlo fui corriendo a ayudarla a recoger su
alimento, que guardaba con ansiedad. Al verme comprendió mi intención, su
mirada cambió. Sacando del cesto un trozo de queso, su bien más preciado, me lo
ofreció. Parecía que quería recompensarme por lo que había hecho por ella.
Parecía tan sola, tan abandonada.
Me quedé sorprendido de su
ofrecimiento y comprendía que si lo aceptaba la haría más feliz, pero al tender
mi mano noté como me alzaban del suelo y me alejaban de ella. Era mi madre que
me reprendía por haberme acercado a esa mujer. “Es una mujer impura,
repudiada”, me dijo. No entendía nada. Enseguida volví a mis juegos y, hasta
ahora, no había recordado ese momento. Entre los niños estaba la hija de Jairo.
La recuerdo con sus ojos muy abiertos, compasivos.
Explica a Jesús lo que había
ocurrido: «le habla de su enfermedad; de su ruina; de cómo al enterarse que Él estaba en el pueblo sintió un deseo
irrefrenable y una certeza de que si, al menos, le tocaba curaría su
enfermedad. Aprovechando el tumulto a su paso pudo acercársele pero sólo fue en
un último instante, cuando ya pasaba de largo, que llena de angustia y temor
por no alcanzarle, su mano rozó su túnica. Sólo un segundo más duró su
desesperación. Inmediatamente una maravillosa fuerza entró en su cuerpo y notó
como cicatrizaban sus heridas internas, cerraba todos sus flujos y su cuerpo
sanaba. Sollozaba de alegría y agradecimiento cuando inesperadamente todos se
pararon y, desde detrás del gentío, oí una maravillosa voz que preguntaba por
mí. Supe en al instante que me buscabas a mí»
Todos oímos su relato con asombro y
emoción. Me mantengo en el suelo, inmóvil, como queriendo pasar desapercibido,
a la izquierda de Jesús y entre los dos. Ella, sin levantarse del suelo, se le
acercó mientras hablaba hasta llegar a escasos metros y mantenerse allí
postrada ante Él. Al volver mi mirada a Jesús me sobrecoge su aspecto y
majestad visto desde el suelo. El Sol,
detrás de sus cabellos, me ciega con sus rayos. Nunca he contemplado luz igual.
Con una mirada llena de amor y una
mezcla de satisfacción y compasión anuncia: «
Levántate mujer, tu fe te ha salvado »
Jairo contempla toda la escena
sobrecogido. Por un instante la grandeza de lo ocurrido le hace olvidar su
desesperación.
En ese mismo instante llegan
familiares en su busca. Su gesto, sombrío y seco, provoca un escalofrío que me
sacude la espalda. Ajenos al prodigio que acaba de ocurrir, con gesto hiriente
increpan al Maestro.
Creo que la niña ha muerto. Jairo se
derrumba. Pero no les oigo, sólo tengo oídos para Jesús. Sus palabras lo llenan
todo.
Con calma y seguridad se vuelve hacia Jairo que solloza abatido,
derrumbado. Gateando le sigo hasta levantarme. Soy como un perro que
instintivamente sigue a su amo.
«
No temas, basta que tengas fe »
Esta frase resonó en mi interior
como si mi cuerpo fuera una cueva en la que un sonido inesperado hace retumbar
todas las paredes.
De nuevo siento que en este instante
sólo están Jesús y Jairo. Los demás no contamos para ambos.
Jesús posa su mano en el hombro
derrumbado y, al instante, con una decisión inesperada Jairo le conduce hacia
su casa. Sus parientes, con rabia en sus rostros, contemplan lo ocurrido
desconfiados, impotentes.
Mientras se dirigen a la casa nadie
se arremolina a su lado. Todos los observan como paralizados. Sólo tres de sus
seguidores, elegidos por Él, y yo permanecemos detrás de ellos. No hemos
llegado a la casa y ya se oyen los gritos y llantos de los familiares de
Jezabel.
Con mayor decisión Jesús avanza los
últimos pasos que le separan del umbral. Corro para seguir cerca suya. Alcanzo
a oírle, afirma en voz alta a todos los presentes:
«
La niña no está muerta, está dormida»
Con mirada de hartazgo se vuelven
hacia Él, con la desilusión del que se queda esperando una buena noticia que
nunca llega. En los gestos de algunos se leen sus pensamientos: echemos a este
loco de la casa; no respeta ni la muerte de una niña, ni el dolor lacerante de
sus padres.
Antes de que actúen, es Jesús quien
toma la iniciativa y les ordena:
«
Salid de esta casa»
Por miedo a la reacción de los
familiares me separo de Jesús, esperando la respuesta furiosa de los heridos
por el dolor. Pero su firmeza y convencimiento es tal que, sin decir nada, lentamente,
la abandonan uno tras uno.
Mientras, siento pánico a ser
descubierto y avanzo por la casa en sentido contrario a los que se marchan. “Al
fondo hay una habitación en la que podré esconderme”
Entro en ella y siento un frío
gélido que me paraliza. Sólo una vez sentí algo igual. Me traslado a un recuerdo
olvidado en mi memoria. Soy un niño pequeño y estoy como escondido tras mi
madre, contemplando un cuerpo inerte tumbado en un lecho. El rostro de la mujer
me inspira temor y ternura al mismo tiempo. El mismo frío, la misma oscuridad.
Estoy en la habitación de Jezabel.
Me parece muy pequeña, no se si por la oscuridad. De paredes rectas y con dos
pequeños ventanucos con las puertas cerradas que no permiten que pase la vida
de afuera. Una tenue luz ilumina el rostro inmóvil, pálido, sin alma, de la niña
que tantas veces vi reír. Casi no la reconozco.
Oigo pasos que se acercan. No hay
donde esconderse. Sólo un camastro y huecos horadados en los muros; ya ha
comenzado el luto y se ha desnudado la habitación. Me quedé inmóvil, encogido
junto a la pared, justo enfrente de Jezabel. Sólo la oscuridad de la habitación
me resguarda.
Jesús entra el primero, seguido de
Jairo y su mujer. Los tres discípulos casi no se atreven a pasar dentro.
Permanecen a mi lado pero no me ven. Parece que no quieren ultrajar algo
sagrado. Jesús se coloca a la izquierda de la niña; sus padres a la derecha, la
madre apenas es capaz de levantar la mirada. Se ahoga en un llanto reprimido.
Al entrar Jesús la habitación ha
dejado de estar dominada por la oscuridad. Una cálida y suave luz la ilumina.
Intuitivamente observo las ventanas y,… no puede ser, las puertas siguen
cerradas. Busco con la mirada quién de los que le han seguido porta una
luminaria. No la encuentro.
Todos están como paralizados
esperando algo de Jesús que, de pie, observa a Jezabel. Nadie ha reparado en
mí. O sí… Una certeza se apodera de mi pensamiento; Jesús sí lo sabe; pero no
siento miedo, sino gran paz. Él quiere que esté aquí, que presencie lo que sólo
Él sabe que va a ocurrir, porque quiere que mi vida cambie a partir de este
día. Es una paz inexplicable. Nadie me la hubiese podido hacer comprender con
palabras. No existen letras suficientes que la abarquen.
Me siento querido, protegido por Él.
Siento que me quiere y que siempre me ha querido. “¿Desde antes que naciera?”
Dicen que eres un profeta. Otros,
los más atrevidos que eres el Mesías que tantos siglos llevamos esperando;
nuestro libertador de la opresión de cualquier otro pueblo. Pero me haces
comprender que no es así. No vienes a enfrentarte con ninguna nación sino a
amarnos a todos y a cada uno de nosotros y a que todos te amemos con un amor
que nunca antes de tí había conocido el hombre.
Con un gesto suave, firme y
delicado, maternal y paternal a la vez, tomándola de la mano le dices dos
palabras: «Talitha qumi» («Mi pequeña, a
ti te hablo, levántate»)
Tu voz suena diferente. No parece
proceder de ti. Tiene la fuerza y la dulzura de millones de ángeles reunidos en
una poderosa brisa.
Jezabel obedece de una manera
precisa, sin la más mínima duda y con total naturalidad, con la docilidad con
que una hija obedece a su madre cuando ésta le pide que le cepille el cabello,
ese momento que tanto ansiaba. Si me hubieras pedido a mí que volara, sin duda
volaría. Nada se puede oponer al poder de tu palabra.
“Mi primera clase de la Torah”
Estaba ansioso por acudir. Mis padres estaban orgullosos de que me hubiesen
elegido para entrar en la escuela. Ya soñaban con verme como sacerdote.
«Dijo Dios:», «Exista la luz»,
«Llamó Dios», «E hizo», «Y así fue», «Cielo», «Tierra», «Mar.»
En mi interior nunca lo entendí.
Ahora sí. Ahora sí.
En la habitación, iluminada ahora
por luces nunca vistas, todos estábamos ensimismados. No atendíamos ni a
Jezabel, que andaba tranquilamente, contemplándolo todo.
No se cuánto tiempo ha pasado.
Ella se acerca a mí y con una
dulzura celestial toma mis manos y me ayuda a levantarme. Comprendo. He de
marcharme.
A mi espalda oigo a Jesús que habla
con todos. Les insiste en que no cuenten a nadie lo que han visto y conocido.
Con cariño, bromea con los padres: «Dad de comed a la niña»
Ahora sí lo entiendo. Ahora sí te
conozco.
Un último pensamiento, de nuevo tu
palabra, ahora sólo a mí: «ÁMAME»
“Sí, Señor “
…
“Lo contaré”
GRACIAS SEÑOR.
TE AMARÉ.